Caravaggio

El Artista que Surgió del Mal
César Pérez Pinzón[1]
Oscar Wilde aventuró que el hecho de que un artista sea un envenenador, no dice nada en contra de su obra. La tradición afirma que en 1573 Michelangelo Merisi nació asesino y talentoso en Caravaggio (Lombardía), población que le cedería su nombre para el arte. Nuevas fuentes hablan de 1571 y de Milán. Lo cierto es que, como falleció en 1610, le correspondieron dos períodos fundamentales de la historia de la humanidad: el Renacimiento y el Barroco.
En el campo de la pintura, el segundo se debe casi todo a él.
A comienzos del siglo XVII Roma es el centro de la creación artística europea. Hereda el genio de Rafael, de Miguel Ángel, de Bramante; de los Papas Julio II y León X en su gestión cultural. El declive de Florencia y Venecia -emblemáticas ciudades del arte fortalece el liderazgo romano. No tiene rivales. Los jóvenes talentos italianos y extranjeros quieren estar allí; quieren apropiarse del legado de la Antigüedad y del Renacimiento, quieren beber de los artistas actuales más celebrados: Annibale Carracci y Caravaggio.
La vida de Caravaggio es incierta, el momento artístico que le tocó vivir también lo es. El Renacimiento declina, el Barroco se extiende lento por Europa, aún con algo de lastre manierista. El Greco, Tintoretto, Rembrandt, Velázquez, sugieren nuevos conceptos expresivos. Las academias se multiplican y adquieren protagonismo; las artes se rozan y quieren fundirse.
La arquitectura abre sus puertas y ofrece hospedaje a la escultura y a la pintura; propone un idilio de formas combinadas. Y los resultados son asombrosos: el Escorial de Madrid, el palacio de Versalles, San Carlo alle Quatro Fontane en Roma. Como en casi todos los tiempos de la historia, hay crisis política y social, hay arte que deslumbra. Las notas de Vivaldi o Monteverdi, Couperin o Scarlatti adensan los recintos decorados y ponen a tararear a los transeúntes, entre los que seguramente están Bernini, Guido Reni, Borromini y el joven Caravaggio. En literatura, España vive su Siglo de Oro donde Alonso Quijano es otra forma de héroe jamás esperada; Luís de Góngora excava en el culteranismo y Quevedo hace malabares con la palabra; en Inglaterra Burton se regodea en la melancolía; el mundo se presenta al revés, se busca afanosamente la novedad, la sorpresa; hay pasión por la dificultad y el artificio. Las ciudades se visten de belleza nueva.
Las doctrinas ecuménicas del Concilio de Trento influyen sobre la familia de Caravaggio, y el tema recurrente en los escenarios públicos es la Reforma.
La pobreza alcanza la indigencia y sólo el clero y la nobleza se salvan de esa enfermedad tan vulgar, mientras acogen ávidos el absolutismo de Thomas Hobbes. Este impone el derecho del Estado a ejercer la soberanía absoluta, basándose en un previo contrato social como solución a la connatural Bellum omnium contra omnes, y así transfiere los derechos naturales del hombre al Estado; éste, según Hobbes, está representado de la forma más perfecta por el rey. Esta doctrina es suavizada por Locke, quien limita la misión del Estado a defender el bien común, establecer y hacer guardar las leyes y garantizar la libertad y los derechos naturales de los individuos. Caravaggio se encuentra, pues, con un mundo contradictorio: Reforma y Contrarreforma, opulentos y miserables, guerras endémicas y una Inquisición que se agazapa en todo rincón con sus fauces babosas.
Su vida coincide con hechos muy sonoros: el sistema copernicano que sorprende al mundo girando alrededor del sol y estremece los cimientos de la Iglesia aferrada al geocentrismo; Giordano Bruno es llevado a la hoguera de la Inquisición en la Piazza di Campo dei Fiori en Roma, acusado de herejía; ha acogido la doctrina de Copérnico y habla de la libertad de la creación artística, hay que ignorar las reglas, no ve que el arte nazca de las reglas, éstas derivan del arte; la Noche de San Bartolomé, donde los católicos sacian sus instintos de fe destripando hugonotes en París; la innumerable obra shakespereana, que es también epítome de las pasiones humanas; Los sueños que Quevedo labra a manera de sátira despiadada -y tal vez no carente de razón-, de todos los oficios del mundo, obra catalizadora de un vasto sector del pensamiento de su época, y del arte desde el Surrealismo hasta el presente, con imágenes que pueden ser de Bosch, de Brueghel, de Arcimboldo;
El Quijote de Cervantes, que dice al oído de todos los hombres cómo debería ser el hombre; la publicación del poema épico Jerusalén libertada, mientras su autor, Torquato Tasso, se enfrenta en desesperada reyerta contra criaturas infernales entre los barrotes mohosos de un manicomio. Es ejecutada María Estuardo por rencillas de poder.
La academia tiene en la etiqueta su verdugo más mordaz. La psiquiatría ha puesto una muy vistosa a Caravaggio: «psicópata explosivo». Se le conocen múltiples agresiones físicas, casi todos los vicios, y al menos un homicidio. Es destituido con emoción de la escrupulosa Orden de Malta. «De nuestra Orden y compañía ha sido expulsado y separado, como miembro pútrido y fétido... » Lo cierto es que para ser expulsado hombre tan despreciable, primero debió ser admitido, lo que dice mucho de la celosísima Compañía. Todo indica, pues, que así como inspira viscerales repudios, el artista posee el don de la seducción social o, por lo menos, de la clerical.
Toda vocación es ansiosa de expresarse. Caravaggio ingresa a los trece años como aprendiz en el taller de Simone Peterzano, pintor mediocre vinculado al manierismo, a quien prestigia de modo hiperbólico el incuestionable nombre de su maestro Tiziano. Lo poco que se sabe de Caravaggio en estos años, ya nos dice mucho de él: «Estudió con aplicación, aunque de vez en cuando hizo alguna extravagancia, debido al calor de su espíritu exagerado», afirma un contemporáneo. De su actividad posterior dice otro que no presta una dedicación continua al estudio sino que, cuando ha trabajado un par de semanas, se va de juerga un mes o dos con el espadón al costado y un criado a la zaga, y anda de un juego de pelota en otro, siempre dispuesto a enzarzarse en duelos y armar alboroto, en forma que es raro que se pueda frecuentar su trato. Durante el tiempo que vivió en Sicilia solía ir vestido a la cama con un puñal al costado y tal era la inquietud que le consumía que también de día iba siempre armado, hasta el punto de parecer «más bien un facineroso que un pintor». Sus contemporáneos lo describen físicamente desde lo monstruoso y abominable, hasta lo angelical.
Cada uno lo ve como quiere. Lo cierto es que, acaso también por su aspecto, fue llamado por el crítico y pintor Vicente Carducho, el «Anticristo de la pintura ». También se habla de «algunas discordias», palabras que podrían encubrir un primer homicidio.
Estereotipo de los artistas de todos los tiempos, hace de algunos bienes que le corresponden en herencia, luego de convenio con sus hermanos, moneda contante y desaparecible. Tampoco es mezquino al querer borrar su pasado; niega tener familia, y se lo dice en la cara a su hermano Giovan Battista cuando éste lo visita en Roma porque quiere ordenarse sacerdote. Pero el artista también ejerce su propia humillación copiando irrisorios cuadros religiosos en boga, a cambio de sustento.
Como garzone, debe especializarse en la pintura lamentable de guirnaldas de flores y de frutas. No pocas veces practica esa modalidad de mendicidad que los hombres dignifican llamándola «pedir prestado». Cuando no está irascible es encantador.
Esto le proporciona el peldaño de los amigos para ascender hasta los ambientes más elegidos del intelecto romano. El mundo de los marchantes también lo rodea; poco se demora para entrar en contacto con el cardenal Francesco del Monte, su primer mecenas.
El artista tiene veinticuatro años y se le ve entonces pasear embebido por los grandes salones áulicos que también son escenarios. Acaso participa en interpretaciones místicas de exuberante lenguaje mítico y religioso.
Debate el doloroso desenlace de la reciente obra de un actor inglés, un tal Shakespeare, sobre los amores de dos jóvenes de Verona; sobre el fracaso de la Armada Invencible azotada por la naturaleza antes que por el enemigo; habla de la estupidez de la obra de muchos pintores reconocidos, pero utiliza el recurso cortesano del elogio indiferente para minimizar la pintura de Annibale Carracci, que aún practica servil devoción por el arte clásico, y le arrebata contratos; no deja de admirar por lo bajo la adhesión de Galileo a la teoría de Copérnico, que abate el modelo de Aristóteles y Tolomeo.
Estos vínculos se materializan en encargos públicos que propulsan su fama.
Viene la dualidad de gustar y suscitar polémicas por su pintura religiosa decididamente anti clásica y antiacadémica, que provoca indignadas reacciones, y al mismo tiempo llega a ser la mejor pagada en Roma. Para incomodidad de los detractores, su nombre infunde respeto en el arte. El artista es muy solicitado para encargos religiosos y, al mismo tiempo, sufre repudios clamorosos por parte del clero. En su obra Virgen de la serpiente, María exhibe un escote nada lejano de la sensualidad; su Jesús adolescente desnudo, es un chico contemporáneo del artista. La obra entra y sale casi al mismo tiempo de San Pedro en el Vaticano; el escándalo pasma al clero. La simbiosis de lo sacro y lo profano molesta. Entre dichos repudios podemos destacar el del cuadro San Mateo y el ángel, rechazado por la Congregación de San Luis. Ven en su realismo lo ofensivo y lo indecoroso. Caravaggio, en el fondo, parece decirnos que el reino celestial ha sido ganado por los miserables. No se puede negar que sus personajes sagrados habitan entre nosotros, acaso hemos hablado con ellos. El tema hierático y estricto de la muerte de la Virgen, pierde en Caravaggio todo vínculo con un pasado que confunde la seriedad con la solemnidad , la monotonía con la gravedad.
La síntesis de sus detractores es la de Nicolás Poussin: «Caravaggio poseía el arte de pintar, pero había venido al mundo para destruir la pintura».
Por supuesto, Poussin había recogido la herencia clásica de Carracci. Caravaggio es de temperamento nervioso.
En 1600 abandona la casa del cardenal del Monte, y no elude los altercados, los alborotos. Hiere en hechos oscuros al ciudadano Girolammo Stampa del Montepulciano; viene en seguida una lista interminable de disputas con los guardias del orden, acusaciones por tenencia abusiva de armas, refriegas, alborotos y procesos por difamación.
Ejemplo de su temperamento explosivo, y de su excentricidad violenta, es su conducta a la entrega de la pintura Resurrección de Lázaro.
El comprador, acompañado de amigos y parientes como para una recepción social, toma el cuadro de manos del artista. Corean las alabanzas; el júbilo se apodera del recinto, los aplausos abarrotan el salón, pero no falta ese personaje universal que, como Eróstrato, no soporta el anonimato y se halla en los momentos de acuerdo unánime de todo el mundo y de todos los tiempos; ese personaje de contravía «porque sí» aventura algún comentario insípido y la asamblea se pasma. El hielo invade el recinto y la cólera hierve biógrafo, cuenta que Caravaggio, durante su residencia en Mesina en 1609, espiaba los cuerpos recién formados de un grupo de escolares que iban de paseo. El profesor se le acerca y lo interroga por su actitud; la respuesta es una paliza brutal. El pintor tiene que huir de Mesina. También se sabe que en casa del Cardenal del Monte eran frecuentes las reuniones donde la música y el teatro aportaban la dicha del clérigo, pues se amalgamaban alegorías de lo sacro y lo profano en una conjunción clandestina y no lejana del pecado.
Con todo, el «puritanismo» del cardenal proscribe la presencia de cuerpos femeniles en sus fantasías de opereta. Sólo se admiten críos en su jugo. A otros efebos, dicen, Caravaggio los reclutaba en la sordidez.
No obstante, las «mujeres de la vida» están en sus cuadros de madurez representados por Lena.
Es muy mencionada, y algunos se la adjudican formalmente al artista.
Lo cierto es que es bellísima, dueña de un perfil estatuario, y sus atributos se trasladan a María en la Virgen de los palafreneros. Más sonora fue la elección de la modelo que hizo el pintor para el Tránsito de la Virgen. Los primeros biógrafos afirman que esa modelo fue una ahogada (acaso Lena) que se rescató del Tíber y a la que el artista pintó lívida, un poco abultada, los cabellos en caos, las piernas al aire hasta la mitad de la pantorrilla. Es, por otro lado, el ejemplo más impresionante -no el único- de la aparición de cadáveres- modelo en la obra de Caravaggio. Por lo demás, la temática del horror, tan frecuente en su obra (con degollaciones, martirios, violencia de todo género), se inspiró no en su inclinación natural a lo siniestro como algunos legos afirman, sino en modelos precisos de la realidad social. Se sabe en el artista; su puñal describe una parábola que rasga el aire y cae sobre la pintura para hacerla jirones desesperados. Poco después, ese mismo puñal le sirve para obligar a los modelos que se niegan a sostener en sus brazos un cadáver de cuatro días, exhumado para inspirar en el artista una nueva Resurrección de Lázaro, obra que ha sido calificada paradigma del tenebrismo.
Fue lo suficientemente sensato como para no hacerse cargo de mujer alguna. Algunos hablan de su afición sigilosa por jovencitos. Francesco Sussimo, su primer que en los siglos XVI y XVII la práctica de la justicia se ejecutaba en público y formaba parte de la realidad habitual, revistiendo a veces (o casi siempre) categoría de espectáculo popular.
La posesión transitoria de Elena, una complaciente mujer, motiva un encuentro rabioso con el escribano Pasqualone d’Accumulo. El cuerpo de éste acoge el acero del pintor y queda gravemente herido. Caravaggio huye de Roma. Tolentino y Génova lo albergan mientras sus amigos liquidan el consecuente proceso. Al regreso, su conducta sigue inmodificable; alterna la furia con el arte. Hay cándidos que afirman que ejercía el arte con furia y el delito con arte.
Hay perspicaces que no ven furia en su obra ni arte en sus delitos.
Los hombres tienen un instante de su vida que la modifica toda. Es una especie de bisagra en la línea de su tiempo, un quiebre en su historia personal. Ese instante se presenta a Caravaggio el 29 de mayo de 1606.
El juego de pelota es una pasión en la Italia del siglo XVII. Es natural que incida inconvenientemente sobre los temperamentos coléricos. El de Caravaggio encontró su afín en Ranuccio Tomassoni, un hombre que sólo es mencionado en la historia por su involuntario aporte a la leyenda de Caravaggio. Durante el desarrollo de un juego de pelota los ánimos de los bandos se caldean.
La discusión revienta en el campo Marzio y brillan los aceros homicidas. A Caravaggio le corresponde batirse con el de Tomassoni, que ya le ha abierto un surco en la cabeza. El pintor, ciego y energúmeno, lanza un vertiginoso barrido con su espada y el cuerpo de Tomassoni queda tendido y silencioso en el campo, que de súbito pierde sus pobladores.
En adelante su obra pictórica es itinerante. Siempre está perseguido por la fuga y por el ansia de un perdón papal que no llega. Las cicatrices se han acumulado en su cuerpo hasta ser crónica pública de su conducta. Florencia, Los Montes Sabinos, Palestina, leyeron en ellas el escándalo, mientras Caravaggio deambulaba por sus calles en busca de refugio.
También Nápoles lo alberga, acaso con placer; prueba de ello es la suma de pinturas que realiza allí.
La fama de su excelencia como pintor crece en igual proporción que el peligro de su vida. La juventud se inclina por su obra.
Pero los recursos vitales de Caravaggio parecen inagotables.
Ya en Malta es presentado al Gran Maestre de la famosísima Orden, Alof Wignacourt, miembro de la nobleza francesa, a quien estimula la vanidad con dos retratos elogiosos. Su ascenso a Caballero de la prestigiosa Orden de Malta es vertiginoso.
En adelante se le da un nombre muy engominado: Caballero de la Gracia. Tan significativa distinción no afecta para nada su contubernio con la beligerancia. Su acero vuelve a relucir contra un «Cavaliere de Giusticia». Las rejas del Castel de Sant’Angelo lo acogen con avaricia, pero el maestro se hace precursor del evasivo Jacomo Casanova, y nadie se explica su efectivísimo plan de fuga.
Una oportuna falúa lo desliza precipitadamente a Sicilia. El delito y la evasión hacen temblar de furor a la Orden de Malta. Su pureza espiritual ha sido socavada. La expulsión del culpable no se demora y hombres del Gran Maestre persiguen al artista para exterminar a la bestia con el puñal clandestino. Continúa la fuga, y sigue pintando.
Se mueve excitado de ciudad en ciudad: Siracusa, Mesina, Palermo. Los siniestros matones de la Orden de Malta se multiplican.
El artista es buscado con fervor, mientras él suplica el perdón por todos los medios. En Nápoles pinta Salomé con la cabeza de San Juan para el gran Maestre de la orden. En este autorretrato sorprendente sus rasgos se reproducen en los del santo separados de su cuerpo, acaso para invocar lo macabro del espectáculo prefigurado por la Orden en su contra.
Naturalmente, el obsequio no sirve de nada y los esfuerzos por localizarlo se acentúan. Y le dan caza. Es aporreado con laboriosidad y abandonado por muerto, pero la vida persiste en él, aunque su rostro queda tan desfigurado que puede preludiar el expresionismo abstracto.
Su proceso de recuperación es lento, pero él pinta en Nápoles hasta que decide hacerse a la mar para dirigirse a Roma; es junio de 1610. Se ignora si por insensatez o por errada información, él piensa que el Papa pondrá punto final a sus expectativas con una benigna absolución. Pero la fatalidad no lo ha descuidado. Las autoridades lo hacen desembarcar en un lugarejo cercano a Port’Ercole; lo han confundido con otro individuo.
Al comprobarse el error, lo ponen en libertad, pero la nave ha partido sin él, llevándose sus pertenencias.
Deambula entonces solitario por la costa y contempla el paisaje con la desesperanza gobernando su mirada. El lugar había estado azotado tiempo atrás por la malaria y ésta se despereza para lanzarse feroz sobre el artista. Las fiebres lo parcelan vertiginosas hasta secarle el aliento. Muere solo, arruinado y perseguido. Baglione afirma «murió mal como mal había vivido». Las playas de Port’Ercole ocultan sus restos con devoción. Nadie supo nunca el lugar de su sepulcro.
El informe enviado a Roma no podía ser más deplorable: «Se ha recibido noticia de la muerte de Michelangelo da Caravaggio, pintor famoso, eminente en el arte del color y la pintura del natural, de resultas de enfermedad en Port’Ercole».
El tiempo suele fijar en la memoria de los hombres sólo los hechos que en su presente los conmueven.
Es irrelevante, pues, el suicidio de un padre mancillado, ocasionado por la malicia y la sátira de Arquíloco, ahora interesa el ritmo poético de sus yámbicos; es irrelevante la venganza urdida por Dante en su Comedia contra muchos de sus contemporáneos florentinos, interesa su forma de tallarla en el cono invertido de su obra inagotable; son irrelevantes los vicios y las acaloradas pasiones de Dostoyevski, la furia de su epilepsia, interesa su forma de escudriñar hasta el fondo la mente y el corazón del hombre en Crimen y castigo y Los hermanos Karamasov; es irrelevante el homicidio de Caravaggio, acaso envuelto en la ficción de alcoholes iracundos, nos interesa que trascendió el rostro iterativo del manierismo y modificó el arte para siempre. Nos interesa su dominio lumínico y cromático sin precedente alguno; que entendió la alquimia del tremendo potencial semántico de la luz; que fascina su forma de entrecruzar hipotéticos focos de luz de origen indeterminado, para hacernos asistir a una obra teatral justo en el momento más dramático de la representación; que fraguó el tenebrismo (ese torneo entre la luz y la sombra) y con él corrigió la cosmovisión de artistas posteriores: Rembrandt, Rubens, Artemisia Gentileschi, Ribera, Velázquez. En el arte contemporáneo Verlaine sería su correspondiente; Van Gogh no lo ignora y Pasolini lo lleva en la sangre. El catálogo de sus apóstoles es torrencial.
Como todo hombre llamado a crear, fue un iconoclasta. No obstante, las influencias son connaturales a la creación, y Caravaggio no fue inmune a ellas.
La parquedad de Moretto en la gama cromática y la fidelidad al representar los objetos materiales, lo hicieron uno de sus paradigmas. Tiziano, Tintoretto y el Veronés, también permanecieron en su retina.
Obviamente, Miguel Ángel se halla en su producción como en la de casi todos los artistas que un día vieron su genio. Desde un principio le incomoda la belleza ideal buscada por los griegos; sus personajes entonces son tipos comunes: jugadores de cartas, soldados, mendigos, la gente ordinaria que él ve cargar con la vida en algún menoscabado villorrio lombardo. Ellos habitan escenas de solución compositiva inédita. Platón proponía un arte extasiado en lo bello, lo bueno, lo verdadero.
El Renacimiento y el Manierismo oyeron esa prédica; Caravaggio pierde el oído en este aspecto, y reclama libertad para el artista; nada de reglas constrictoras; realidad, sí, pero bajo la mirada subjetiva del pintor. «La pintura es cosa mental» decía Leonardo; «Se pinta con la cabeza, no con la mano» enfatizaba Miguel Ángel. Para Caravaggio la función del artista es la “interpretación” de la realidad.
Combate las complacencias estetizantes, las evasiones en la abstracción; el pintor no puede salvar el mundo, debe re-crearlo. Por eso sus telas eluden la reproducción exacta del mundo real; se valen de él, pero lo escamotean.
Tampoco sus modelos responden a ningún canon determinado; no hay estereotipo alguno ni premeditación. Aunque sus tipos son vulgares y elementales, Caravaggio no se regodea en su miseria, la asimila al plano del arte para darnos otra forma de belleza, desconocida por las élites académicas. Su Baco enfermo es un morenito con cara de homosexual provinciano, un racimo de uvas en su mano derecha, corona de hojas de vid, y unos ojos que quieren simular alguna chispa vital en medio de la melancolía, de la enfermedad. Muy distante está ya del dios heroico, orgiástico y colosal del mito griego que hacía temblar de pasión las rodillas de las doncellas áticas.
También es escamoteado el aspecto épico del arte clásico en su obra Muchacho con cesto de frutas, donde el artista reflexiona sobre la transitoriedad de la existencia, utilizando como metáfora la figura bellamente delicada de un jovencito que pronto declinará, y de frutas nuevas y jugosas que comparten espacio con otras que ya han decaído. Su obra impone volver la mirada a lo tangible, a lo vernáculo, a lo sincero. Busca la figura humana recabando en todo su pathos y en su grandeza; le sustrae la alegoría y la retórica. Esos cuerpos, liberados de todo discurso cortesano, adquieren un formidable poder estructural que habla con el espectador. En su búsqueda de lo esencial, el minimalismo hace presencia en pocas figuras y en escenarios vacíos. Es maestro del gesto, pero de una gestualidad contenida que ignora el efectismo; nada de pasiones desgarradas, nada de dolor agudizado, nada de melodrama narrativo.
Sus obras son de honda conceptualidad. Caravaggio exige una atenta observación para descifrar ese lenguaje especial de los gestos en sus personajes. El mártir de la Crucifixión de San Pedro nos narra con la sutil agonía de sus ojos y el dialecto susurrante del rostro terminal, su historia atormentada; los verdugos, a su vez, se confiesan culpables al ocultarnos las caras; la torsión de las partes visibles de sus cuerpos, sin embargo, los confirman en el oprobio, acaso en el arrepentimiento. Su Narciso se observa en el reflejo del agua y en ello adivinamos la veneración universal de todas las niñas que aspiran al modelaje.
La ausencia de cualquier fondo intensifica esos gestos; la potencia de la luz reina sobre los lugares justos donde el
artista quiere que pongamos nuestra atención. Es un instrumento para lograr volumetría en las figuras dibujadas; se palpa su corporeidad tridimensional. Sus personajes expresan vida, tienen consistencia, tacto. Las figuras van a salirse de los cuadros. Con todo el respeto que la naturaleza le inspira, cierra los ojos ante las leyes de la física; es impermeable a la lógica lumínica de la realidad.
Naturaleza y tenebrismo en Caravaggio son amantes, pero no unos amantes cualquiera. En ellos la carne y el espíritu se mezclan con avidez. Su realismo es dramático, jamás patético.
Nadie ignora que la historia es una continuada exposición de injusticias, aunque el tiempo a veces suavice esa monotonía.
Después de tres siglos de ignominioso ostracismo en los aposentos húmedos y olvidados de los museos, de las galerías oscuras donde reposan los indeseados, surgió al fin Caravaggio con su carga de renovación para hacernos recapitular la historia del arte. Esquivó fundar una academia, soslayó la cercanía de discípulos, pero de él surgió una de las escuelas más sólidas y originales de la historia del arte.
La aventura de su renacimiento fue responsabilidad del estudioso italiano Roberto Longhi, quien impuso una exposición de sus obras en 1951. Ahora, dice el crítico de arte Robert Hughes, es probable que vaya más gente a la iglesia de San Luigi dei Francesi en Roma para venerar a Caravaggio que para honrar a Dios.
[1] Aquelarre. Revista semestral del Centro Cultural de la Universidad del Tolima. No2. Edición Julio –Dicie

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